jueves, 27 de abril de 2017

EL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA, MANANTIAL DE GRACIAS


     El Augusto Sacrificio del Altar no es, pues, una pura y simple conmemoración de la Pasión y Muerte de Jesucristo, sino que es un sacrificio propio y verdadero, por el que el Sumo Sacerdote, mediante su inmolación incruenta, repite lo que una vez hizo en la Cruz, ofreciéndose enteramente al Padre, víctima gratísima.




     Idénticos son los fines, de los que es el primero la glorificación de Dios. Desde su nacimiento hasta su muerte, Jesucristo ardió en el celo de la gloría divina; y, desde la cruz, la oferta de Su Sangre subió al cielo en olor de suavidad. Y para que este himno jamás termine, los miembros se unen en el sacrificio eucarístico a su Cabeza divina, y con El, con los ángeles y arcángeles, cantan a Dios alabanzas perennes, dando al Padre Omnipotente todo honor y gloria.

     El segundo fin es dar gracias a Dios. El Divino Redentor, como Hijo predilecto del Eterno Padre, cuyo inmenso amor conocía, es el único que pudo dedicarle un digno himno de acción de gracias. Esto es lo que pretendió y deseó, «dando gracias» en la última cena, y no cesó de hacerlo en la cruz, ni cesa jamás en el Augusto Sacrificio del Altar, cuyo significado precisamente es la acción de gracias o eucaristía; y esto, porque «digno y justo es, en verdad debido y saludable».

     El tercer fin es la exposición y la propiciación. Nadie, en realidad, excepto Cristo, podía ofrecer a Dios omnipotente una satisfacción adecuada por los pecados del género humano. Por eso quiso El inmolarse en la cruz, «víctima de propiciación por nuestros pecados, y no tan sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo». Asimismo se ofrece todos los días sobre los altares por nuestra Redención, para que, libres de la condenación eterna, seamos acogidos entre la grey de los elegidos. Y esto no solamente para nosotros, los que vivimos aún en esta vida mortal, sino también para «todos los que descansan en Cristo... que nos precedieron con la señal de la fe y duermen el sueño de la paz», porque, tanto vivos como muertos, «no nos separamos, sin embargo, del único Cristo».




     El cuarto fin es la impetración. El hombre, hijo pródigo, ha malgastado y disipado todos los bienes recibidos del Padre celestial, y así se ve reducido a la mayor miseria y necesidad; pero, desde la cruz, Jesucristo, «ofreciendo plegarias y súplicas, con grande clamor y lágrimas... fue oído en vista de su reverencia», y en los sagrados altares ejerce la misma eficaz mediación, a fin de que seamos colmados de toda clase de gracias y bendiciones.

     Así se comprende fácilmente la razón por la cual afirma el Sacrosanto Concilio Tridentino que, mediante el Sacrificio Eucarístico, se nos aplica la virtud salvadora de la cruz, para remisión de nuestros pecados cotidianos.


Papa Pío XII, "Mediator Dei"



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